Quién pudiera verificar si setecientos oficiales iraníes de
la Guardia Quds son capaces de sobrevivir inadvertidos en estas tierras, como
ha acusado la ministra argentina Patricia Bullrich. Supongamos que no andarían
uniformados al estilo persa, con “túnica rectangular de manga larga con
pantalón largo y tocado a modo de casquete” o con toga roja y penacho blanco.
El fenotipo de los iraníes tampoco es exactamente el nuestro, aunque bolivianos
y persas pertenezcamos a diversas etnias cobrizas.
Rumores sobre la influencia de Teherán se han oído aquí
desde la época de Evo, cuando enamoraba con Mahmud Ahmadineyad, el presidente
iraní islamista conservador. Sin embargo, mi impresión sin estadísticas es que
el trajín de setecientos militares iraníes sería difícil de ocultar en nuestras
calles, así fueran dispersos y sin vestir uniforme persa.
Bullrich exagera también porque al gobierno argentino le
disgusta la visión internacional de Luis Arce. Este abonó ese disgusto al no
asistir a la posesión del presidente Milei. Mientras, en Chile, Gabriel Boric
opera más diestro y seguro en su actitud hacia el variopinto mundo, donde nadie
tiene la obligación de asemejarse ideológicamente a uno. Boric y su canciller
no se achicaron ante Bullrich, logrando su rápida disculpa por mencionar la
supuesta actividad de Hezbollah en Iquique. A nuestro reclamo viceministerial,
la Argentina no le dio bola.
El sentido común entre vecinos mandaría a transmitir por
canal diplomático inquietudes como las de la ministra Bullrich. Si eso no
funcionara, se entendería una queja pública. No obstante, es probable que la
perorata de la ministra estuviera más dedicada a su audiencia doméstica.
Bullrich parece argüir que la defensa de Israel que hace Milei no le va a
costar cara a su país porque, entre otras cosas, ella está pendiente de su
frontera norte, en riesgo por unos “guardias iraníes”. Siguen asomándose los fantasmas
de los brutales atentados de 1992 y 1994 en Buenos Aires, auspiciados por Irán.
Bullrich peca de inmoderada, pero eso no nos libra de la
viga en nuestro propio ojo. En julio de 2023, el canciller Santiago Cafiero
cursó una nota al gobierno nacional. Cafiero es peronista y amigo del MAS
boliviano, de mejores modales que su compatriota Bullrich, pero tenía similares
desvelos: buscaba conocer "los alcances de las conversaciones y posibles
acuerdos" con Irán, a raíz del convenio suscrito por los ministros de
Defensa de Bolivia e Irán para “ampliar la cooperación bilateral en materia de
seguridad y de defensa”.
Años antes, en 2011, la presidenta Cristina Fernández (que
después procuró su propio y fallido Memorándum de entendimiento con Irán por el
atentado a la AMIA) suspendió una visita de Evo a Argentina porque este recibió
al ministro iraní Ahmad Vahidi, presunto coautor de la hecatombe de la AMIA en
Buenos Aires.
Todo esto prueba que, fuera del color de cada régimen, en la
región hay recelo por el grado y finalidad de las relaciones de La Paz con
Teherán. El acuerdo de seguridad de Irán y Bolivia ha hecho levantar más las
cejas en varias capitales sudamericanas y tal vez más allá. Que una ministra
saque setecientos soldados iraníes de su chistera no significa que no hay
motivo de agitarse.
Quizá el Alto Mando nacional está entusiasta por el equipo
militar que recoja de Teherán –se habla de drones de combate, como los que ya
posee Venezuela por la misma vía-. Ese júbilo se aplacaría un tanto si nuestros
países limítrofes fueran llevados a pensar que el balance entre sus fuerzas
bélicas y las bolivianas podría alterarse por causa iraní.
El abandono hegemónico de Sudamérica por Estados Unidos (salvo en Colombia y, desde hace poco, en Ecuador y Argentina, no se sabe con qué intensidad y hasta cuándo) dio paso a otros actores geopolíticos. China, Rusia e Irán son parte del nuevo paisaje. Reconocer esa realidad no debe hacernos reposar ingenuamente en un nuevo amigo con intereses muy particulares, beligerancias que no son las nuestras y enemigos poderosos. Por si eso no fuera suficiente, Irán es un “aliado” que se encuentra muy lejos de acá.