Apenas un puñado de países en el mundo (no más de diez) viven en democracias plenas, lo que significa que si alguien va a juicio lo más probable es que obtenga una sentencia justa; que si tocan la puerta de madrugada es el lechero o alguien que se equivocó; que los gobernantes también son alcanzados por la ley y que ninguno de ellos intentará quedarse ni un día más en el cargo.
Más del 80 por ciento de la población mundial vive en democracias contaminadas por el populismo, el socialismo y el autoritarismo o directamente en dictaduras donde los tiranos se aprovechan de la creencia generalizada de que la felicidad se puede alcanzar a la fuerza. Es como tratar a un paciente manteniéndolo sedado las 24 horas, los 7 días de la semana; puede que no se queje del dolor, pero eso no significa que esté curado.
Y así como los dictadores confunden al ciudadano, aparece toda una serie de males que se aprovechan de falsas premisas, empezando por la democracia que no progresa en el mundo porque se basa en una creencia fundamentalmente defectuosa: que la gente sabe lo que quiere y lo que es mejor para ellos. Es como dejar que los pacientes se autodiagnostiquen y se auto-prescriban; la mayoría de las veces terminarán eligiendo lo que les hace sentir bien en el momento, en lugar de lo que realmente necesitan a largo plazo.
Olvidamos que democracia requiere de educación, compromiso y un sentido de responsabilidad colectiva, características que suelen ser muy raras. La política se ha convertido un espectáculo más preocupado por el entretenimiento que por la sustancia. Esperar que la democracia progrese sin abordar la ignorancia, la apatía y la codicia es como esperar que un cáncer se cure con aspirinas.
El primero en aprovecharse de esa falsa concepción de la democracia ha sido el socialismo, una teoría encantadoramente ingenua que asegura que si repartes todo de manera equitativa, de alguna manera todos dejarán de querer más de lo que necesitan. Es como esperar que los gérmenes decidan no infectar porque sería injusto para las células sanas. En teoría, suena como la cura para todos nuestros males sociales; en la práctica, parece olvidar que está tratando con humanos, criaturas programadas para querer más, hacer menos y quejarse de que nunca es suficiente.
La nueva máscara del marxismo es el populismo, el arte de explotar las inseguridades de la gente prometiendo soluciones simples a problemas complejos. Es como decirle a un paciente con cáncer que todo lo que necesita es tomar más vitamina C. Se basa en la ilusión de que alguien realmente entiende y se preocupa por "la gente común", cuando en realidad es solo una carrera para ver quién puede vender mejor la fantasía. En esencia, es medicina sin licencia para la política: promete curar todos tus males, pero al final, lo más probable es que termines peor de lo que empezaste".
Las sociedades adoran a sujetos como Fidel Castro, Chávez o Vladimir Putin,hombres que han sido el síntoma y la enfermedad de su propio sistema, demostrando que la línea entre el doctor y el patógeno puede ser extremadamente delgada. Son admirados por intentar erradicar las infecciones de la pobreza, la desigualdad y la injusticia, aplicando medicinas cuyos efectos secundarios son peores que la enfermedad: represión, falta de libertad y más miseria.